Ser voluntario en Valencia, una experiencia intensa y privilegiada que deja huella.
Testimonio anónimo
Podría llamarme Elías, pero en esta historia lo que menos importa es mi nombre. Tan solo soy uno más de los muchos, miles de voluntarios, que acudieron a Valencia tras las inundaciones del pasado 29 de octubre. Uno más de quienes tuvimos la oportunidad de echar una mano en una situación brutal y sobrecogedora.
En mi caso fui dentro del operativo de emergencias que la Junta de Castilla y León desplazó hasta Aldaia, correspondiéndonos trabajar en las localidades de Picanya, Alaquàs y Paiporta, ciudades importantes cuyo nombre apenas habíamos oído alguna vez hasta que el agua se lo llevó todo. Una experiencia intensa y privilegiada, de las que dejan huella a pesar de haber durado apenas cuatro días.
Creo que a estas alturas y saturados como estamos de imágenes de devastación tan impactantes; de críticas -más o menos fundadas- hacia la gestión de la emergencia en sus primeras horas; de juicios atrevidos que llegan a calificar al país en su conjunto como un “estado fallido”; de titulares grandilocuentes que poco o nada contribuyen a disminuir el sufrimiento de los afectados; se hace necesario mirar lo ocurrido con otros ojos, porque de todas las situaciones de la vida, por difíciles que nos parezcan, pueden extraerse cosas hermosas.
Cambiar el mundo
Y sí, en Valencia vi cosas hermosas. Muchas y verdaderamente hermosas. Retirando barro y lodo, limpiando calles y alcantarillas, moviendo coches arruinados, trabajando codo con codo con desconocidos y compañeros, pude sentir, y no fue una ilusión, que cuando rescatamos nuestra humanidad tantas veces olvidada y cambiamos nuestra mirada y nuestra actitud, somos capaces de transformar el mundo. Sí, así de sencillo y de utópico a la vez. Cambiar el mundo. Tal vez solo nuestro pequeño mundo, tal vez únicamente nuestro propio mundo interior… pero sí, en medio de ese caos exterior en el que todo se muestra fuera de lugar, parecen recolocarse las piezas del puzzle interior, encontrando su sitio lo verdaderamente importante y quedando descartadas aquellas piezas que, a pesar de llevar tiempo ocupando espacio y pensamiento, no casan en el puzzle de nuestra vida.
Piezas del puzzle
Así, al sentir como propio el sufrimiento de quienes han visto cómo la riada ha cambiado de golpe sus vidas para siempre, he podido reencontrar y colocar la pieza de la empatía y, animada por ella, a su lado, la de la compasión. Conectar con el desconocido y asumir su dolor, estar a su lado y hacerle sentir que no está solo, que su pena, compartida, aun siendo la misma se hace más ligera…
He encontrado numerosísimas piezas, de todos los tamaños, de enorme solidaridad, anónima o institucional, piezas de miles de colores y engarces en sus bordes, tantos como voluntarios he visto trabajar unidos con entusiasmo y determinación, sin medir tiempos ni escatimar esfuerzos.
La pieza de la discreción, casi transparente, representada por personas anónimas llevando a cabo labores necesarias pero invisibles a los ojos de casi todos, limpiando pabellones, cocinando o repartiendo comida para que otros pudiéramos descansar mejor o comer en medio del trabajo.
He visto piezas suaves y hermosas reflejando la sensibilidad de las personas que saben escuchar, que tratan con ternura a quienes nadie mira, que miran con el corazón más que con los ojos, que dejan lo suyo a un lado para resolver las necesidades del otro, ese “otro” que hasta apenas hacía un rato era un desconocido.
He experimentado el calor del agradecimiento, esa pieza fuerte en forma de cálido abrazo de quien necesita expresar físicamente su gratitud, o de tembloroso lamento de quien siente la emoción de saberse acompañado y apenas alcanza a pronunciar las palabras que proclaman sus lágrimas.
Y también he reconocido con mis cinco sentidos, tal vez enmarcando todas estas y muchas otras piezas, claras muestras de verdadera esperanza. Porque he visto sonreír en medio del esfuerzo y escuchado animar a quien estaba abatido; he percibido sin aspereza el sudor por el trabajo sin descanso y recibido palmadas de aliento de quienes, aun con ampollas en las manos, sentían también la necesidad de seguir ayudando.
Y sí, también he saboreado la sal de mis ojos humedecidos, conmovidos por la rabia y el dolor, por la impotencia y la frustración, pero también emocionados por la acumulación a flor de piel de los sentimientos que conforman lo mejor de la naturaleza humana, esas piezas que debiéramos cuidar y encajar con esmero para hacer de nuestro puzzle, de nuestra vida, una obra de arte única y llena de sentido.