En nuestra sociedad definitivamente no está de moda “mostrarse débil”, resulta incluso despreciable a los ojos del mundo. Y para que no nos tengan pena y nos miren por encima del hombro tratamos de ocultar de mil maneras nuestra fragilidad, nuestra pequeñez; nos ponemos mil máscaras para aparecer siempre como el hijo perfecto, la hermana más caritativa, el buen padre o madre, la excelente profesional, el personaje que triunfa en innumerables situaciones….
Pero siempre hay algo que se empeña en ponernos frente a frente con nuestra vulnerabilidad. Hoy mismo todos nosotros estamos todavía bajo el zarpazo del coronavirus y ya sea porque nos hemos contagiado o porque nos ha tocado ser espectadores de esta enfermedad devastadora, hemos palpado con toda su crudeza la fragilidad humana. Y entonces, al no poder controlar la situación con nuestras propias fuerzas surge la impotencia, la angustia, la agitación, la desesperación… y sufrimos, y a veces incluso perdemos la paz.
¿Os resulta conocida esta experiencia?, ¿qué tiene de bendita?; cuántas veces nos ha desagradado palparla, cuántas veces hemos querido esconderla y para ello hemos caído en el abuso, en la negación o en el desánimo.
Pues insisto…
bendita vulnerabilidad porque si sabemos aprovecharla y valorarla nos llena la vida de regalos.
El sabernos vulnerables nos lleva necesariamente a la humildad, a no creernos autosuficientes, a comprender los errores del prójimo, a sentir autocompasión ante mis propios fallos.
“Me he equivocado, perdóname”, “tranquilo, no pasa nada”.
El sabernos vulnerables nos lleva a hurgar en nuestro interior para sacar brillo a nuestros recursos, a buscar la belleza en los demás más allá de las etiquetas, a pedir ayuda cuando lo necesitamos, a tender la mano ante el sufrimiento del prójimo, a mirar con mayor profundidad y caridad nuestra realidad humana.
El sabernos vulnerables nos lleva a completarnos con los otros, a crear vínculos significativos con los demás, nos lleva a la santidad en comunión.
Qué poco nos gusta depender de los demás en determinadas ocasiones y, sin embargo, cuánto bien nos hace ser conscientes de ello, experimentar esa necesidad del otro. Te necesito, me necesitas.
En mi caso tengo entrañables recuerdos de amistades que nacen o se fortalecen al compartir situaciones en las que me he sentido especialmente vulnerable, pequeña, pero a la vez acogida.
El sabernos vulnerables nos pone en el camino del amor, de una convivencia verdaderamente fraterna y nos lleva al encuentro con El que todo lo puede, pues nos ayuda a abrir nuestro corazón a Jesús y a la gracia de Dios en nuestra vida. Como muy bien sabéis Santa Teresa de Lisieux decía que la cosa más grande que el Señor había hecho en su alma era “haberle mostrado su pequeñez y su ineptitud”.
A mí se me olvida con frecuencia que la meta no está en “la perfección”, y mucho menos en el éxito, en el poder, “en la paz que da el mundo”. Y en cada caída, en cada mano tendida, en cada caricia le pido a Dios que me ayude a ser consciente de la grandeza que hay en la fragilidad.
¿Sabemos acoger este regalo?, ¿sabemos aprovechar nuestras debilidades y nuestros fallos sin desanimarnos? ¿nos dejamos amar?, en definitiva, ¿confiamos en Dios y en su misericordia?