Uno de estos días pasados me llegó esta imagen y se me clavó en el corazón. ¡Cuánta verdad hay en ella! Muchas veces nos sentimos solos, solas y realmente no lo estamos.
Si me permitís, os voy a contar una anécdota. Cuando cumplí 45 años, a mi hijo Miguel, que por entonces contaba con 8 años, le parecía que ya era suficientemente mayor y me preguntó: “Cuando papá y tú os muráis, ¿qué va a pasar con nosotros?”
Yo le contesté: “No te preocupes, tienes muchos hermanos que se harían cargo y además, de momento, no tengo pensado morirme. Pero incluso en el caso de que me fuera al cielo antes de lo previsto, yo te cuidaría aún más desde allí”.
Miguel, nada convencido con mi respuesta, me dijo: “No me creo eso que siempre nos cuentas de que la vida más feliz llegará cuando estemos con Jesús en el cielo. Mamá, a ver, si yo me muero no tendré ojos para saber cómo llegar al cielo ni boca para pedir auxilio a Jesús”.
En ese momento, mi hija Teresa que tenía 5 años y nos estaba escuchando, le contestó de una forma que nos dejó pasmados a los dos. Le dijo: «Ay Miguelito, para hablar con Jesús no necesitas ni ojos ni boca, con Jesús se habla de corazón a corazón”.
Esa fue su respuesta, creo que la he transcrito de forma literal. Me di cuenta que por su boca había hablado el Espíritu Santo.
He de decir que mi hija iba a una escuela de educación infantil de religiosas, y creo que eso influyó en su naturalidad para hablar de las cosas de Dios, pero también es verdad que nos hace falta tener un oído, una mirada, una sensibilidad como la de los niños; una fe con inocencia, con pureza, con sencillez, con confianza.
Os cuento esta anécdota porque ahora que se acerca Pentecostés se nos está recordando la luz de vida que otorga del Espíritu Santo a quien la acoge. Y me hago esta reflexión en forma de pregunta, ¿qué ruidos no me dejan escucharte Señor, qué distracciones no me dejan verte o qué apegos no me dejan percibir tu presencia?
Escuchando el jueves pasado el decenario de Monseñor Munilla al Espíritu Santo, en el día 4, se refería al Espíritu Santo como “brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos” (Veni Sanctus Espiritus), y pensaba en cuánta razón tenía al decir que muchas veces no escuchamos a Dios porque estamos rodeados de ruidos que no nos permiten alcanzar el silencio interior necesario.
En estos momentos donde todavía muchas personas están sufriendo por la pandemia o por otros motivos, me repito con mucha frecuencia que quiero vivir de una forma consciente, consciente de que Dios habita en mí y en cada uno de nosotros, y que si lo dejamos actuar irán desapareciendo los ruidos que nos producen los sufrimientos, los apegos, los recuerdos que nos inquietan o las preocupaciones por el futuro…
Ven Espíritu Santo, danos la gracia de escucharte, la gracia de verte en cada muestra de amor de mis hermanos, la gracia de sentirnos sostenidos en tus brazos en todo momento.