Todo ser humano experimenta a lo largo de su vida una tensión constante entre la soledad y el anhelo de comunión y encuentro.
Hablar de soledad es hablar de una experiencia muy humana y subjetiva, cargada de matices, vivencias, etapas y rostros. Sabemos que estar solo y sentirse sólo son dos cosas muy diferentes, en un caso puede tratarse de una soledad buscada, anhelada, y en el otro de una soledad hiriente, que muerde; pero, en cualquier caso, no hay nadie que no haya sentido la caricia o el latigazo de la soledad.
Como nos cuenta José María Rodríguez Olaizola, SJ. en su maravilloso libro “Bailar con la soledad”, son muy variados sus ropajes: está la soledad del niño con padres ausentes o distantes, la soledad del adolescente que sufre acoso, la soledad del joven que tienen que tomar decisiones trascendentales para su vida, la soledad del adulto que hace balance de su vida, la soledad del mayor que se siente insignificante, inútil o abandonado, la soledad del líder, la soledad del célibe, la soledad de la vida religiosa, la soledad del marginado, la soledad que nace de grandes heridas, la soledad del egoísta, la soledad que nace de las expectativas incumplidas, la soledad que nace de la culpa o el rencor. En los tiempos que nos está tocando vivir son muchos los que han sentido en sus propias carnes la soledad que proviene del aislamiento o de lidiar con la muerte.
Y nosotros, ¿cómo percibimos o experimentamos la soledad?
A veces nos sentimos acariciados por ella, cuando buscamos momentos de desconexión, de retirarse, de silencio, de introspección, espacios para sí donde te encuentras con el Señor… Estas soledades pueden resultar muy fecundas y valiosas, sobre todo cuando son soledades Habitadas que nos revelan nuestra verdad, nos ponen en camino, nos hace más libres y nos abren a la eternidad.
Sin embargo, otras veces nos sentimos como arrojados en la existencia, son soledades cargadas de llantos ahogados, heridas silenciadas, miedos ocultos, puertas cerradas o abrazos negados. Se trata de soledades muy dolorosas que nos hacen sentir insignificantes, nos vuelven egoístas o nos llevan al sinsentido y a la desesperanza.
No podemos evitar la soledad, pero sí podemos “bailar” con la soledad, aprender de ella y vivirla en compañía, porque también en momentos de sufrimiento podemos contar con Su apoyo y el apoyo de los demás.
¿Somos conscientes de las soledades que abundan en nuestras comunidades?, ¿cómo las abordamos?
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