Ser consciente de cuáles son las soledades más frecuentes que enfrentan nuestras comunidades es un paso necesario para poder acompañarlas con atención amorosa; no obstante, previamente, tenemos que ser aún más conscientes de cómo somos, cómo estamos siendo a nivel comunitario, como familia religiosa.
A día de hoy, y desde una visión muy generalista, podríamos hablar de una serie de características comunes a las comunidades de vida religiosa.
Son:
● Una agrupación de personas reales y únicas.
Reales en el sentido de humanas, de carne y hueso, cada una con sus dimensiones, sus talentos, su historia, sus esquemas mentales, su personalidad, su etapa vital, su cultura, sus necesidades, sus enfermedades, su sentido de vida y sus actitudes existenciales; y únicas, no sólo por irrepetibles sino porque en todas está la huella del Señor, aquella belleza que sólo es así en cada uno/a.
● Que no se han elegido.
Puede que al entrar en la Congregación hayas entrado con algún amigo/a, hermano/a o conocido/a, pero a los demás miembros no los conocías y tampoco los has elegido como hermanos o hermanas.
● Que quieren seguir a Jesús en el mundo.
● Que comparten una misión, una carisma específico y una vida en común.
● Que han de convivir y aprender a tratarse en el roce diario, desde el rol que a cada uno le corresponda.
● Que se quieren, a vaces se rechazan, se necesitan y también discuten.
● Que celebran juntas acontecimientos significativos, algunos éxitos y también sufren algunos miedos y fracasos.
● Y que comparten un trayecto del camino, en un tiempo y lugar determinado.
Se podría añadir que muchas comunidades experimentan un fuerte envejecimiento, con todo lo que ello supone, otras se caracterizan por sus contrastes generacionales y otras, menos numerosas, están floreciendo ahora.
En cualquier caso, estamos hablando de una familia, grande o pequeña, envejecida o no, donde el milagro de su existir y de su vida fraterna radica en un mismo amor, un amor en Cristo nuestro Señor que todo lo une, todo lo sostiene y todo lo sana.
¿Cómo somos como comunidad?, ¿sigue siendo Él el pilar de nuestra vida?, ¿somos casas acogedoras?, ¿buscamos espacios de calidad para compartir, posibilitar los encuentros fraternos, cultivar relaciones significativas?, ¿somos capaces de acompañar el envejecimiento de los mayores sin agotar ni estresar a los más jóvenes?, ¿cómo mantenemos el equilibrio entre misión, vida comunitaria y espacio personal?
Son muchas las necesidades y los desafíos de nuestra vida, y no siempre sabemos cómo afrontarlos, pero lo que está claro –y también nos lo ha recordado el famoso coronavirus- es que hemos de prestar especial atención a la pastoral hacia dentro, a recuperar la acogida en todas sus dimensiones, a reservar un tiempo de calidad para construir relaciones significativas y detectar las soledades que necesitan ser acompañadas.
En el artículo de la semana pasada hablábamos de los muchos rostros de la soledad. Hay soledades que son más evidentes que otras, como las que provienen de las grandes heridas, y por eso no suelen pasarnos desapercibidas, pero ¿qué pasa por ejemplo con aquellas menos ruidosas, que se van sumando y que solemos callar?
Están por ejemplo las soledades de las expectativas incumplidas:
● Cuando llegas cansado/a después de todo un día de trabajo y no encuentras más que incomprensión o exigencia.
● Cuando miras hacia atrás y te quedas pegado/a en los sueños frustrados (yo no me hice religioso/a para esto…)
● Cuando tienes algo que celebrar y no encuentras con quien.
● Cuando necesitabas un “abrazo”, un “lo siento”, un “te comprendo”, un “no pasa nada”, un “tú puedes”, un “ten fe” …. y te parece que tu vida es del todo insignificante para los demás.
● Cuando a veces necesitas un reconocimiento a tu trabajo y no llega nunca.
● Cuando vives con mucho desgaste algunas dinámicas comunitarias (el rezo, los momentos de recreación, …)
● Cuando no te sientes integrado, aceptado, o incluso rechazado.
● Cuando sientes el peso/la responsabilidad de tu comunidad, de tu congregación sobre tus espaldas … y no sabes dónde apoyarte, con quién compartir.
Muchas veces cuando esperamos algo que no llega, nos frustramos, nos entristecemos. A veces reaccionamos con reproches, a veces culpamos a otros, a veces exigimos más de lo que los demás pueden dar o a veces callamos para no mostrar nuestra vulnerabilidad.
Sabemos que no os descubrimos nada nuevo, pero ¿qué podemos hacer para estar atentos a estas soledades y poder acompañarlas?
A nivel comunitario es esencial crear un clima de apertura y confianza donde cualquiera pueda atreverse a contar las cosas que llevamos en el corazón, que nos pesan, que nos disgustan, … Por otra parte, a nivel individual, ya sea como acompañante o como acompañado, hemos de recordar que no hay peor petición que la que no se hace, que ante cualquier petición también tenemos que aprender a aceptar el desajuste entre lo que uno espera y lo que el otro puede dar y, que conviene mirarse a uno mismo –reconocer nuestra propia vulnerabilidad– para poder ser más comprensivo con los demás.
2 comentarios
Son muy sugerentes estas reflexiones. Cada una da para unos cuantos ratos de oración-reflexión. Recopiladas, podrían servir hasta para retiros y ejercicios espirituales. Muchas gracias. Dios os lo pague.
Muchas gracias M Angeles, en los talleres de mayo vamos a trabajar con un poco más de profundidad tanto la identificación de la soledad como la forma de gestionarla