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En casa rezamos mucho por los que se sienten solos, solos de verdad, como arrojados en la existencia.  

¿Has oído hablar de esa soledad?  

De la que te asalta incluso en medio de la gente, de la que te llena de angustia a cada paso; de la que se pega como una enfermedad sin cura en el rojo cansancio del ocaso. Esa que te recuerda con malas mañas que ya no eres importante para nadie o que tal vez nunca lo fuiste.  

Esa que te hace sentir como un marciano en tu propia casa, en tu propio mundo; que te asegura que nadie te comprende, que no eres bienvenido/a, que eres motivo de burla o desprecio o, aún más, que ya no tienes motivos para salir de ti mismo.  

Esa soledad del niño, del joven y del mayor que te roba el ánimo, que deforma tu mirada y enaltece tu “poca valía”, que te acosa en la diaria inquietud de la vida, que se entretiene recordándote fracasos, culpas y cómo no, heridas.  

Esa odiosa compañera que te llena de miedos y de inseguridades, que te hiere en el cansancio de tu corazón, que en la noche se sube hasta la frente y te habla de tus pérdidas; que te susurra que estás solo/a ante todo y ante nadie…

¿Has oído hablar de ella? 

Hoy, me vino a la cabeza una historia que habla de un médico de un hospital infantil en Managua, contada por un poeta, tal vez amigo suyo, llamado Eduardo Galeano. 

En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. 

Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo queda en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. 

Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso. 

Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: 

Decile a… —susurró el niño—. Decile a alguien, que yo estoy aquí”.

Parece ciencia ficción y, sin embargo, es tan real. Me duele, la indeseada, tan solo de imaginármela. 

Últimamente hemos oído hablar mucho de ella, la pandemia ha inoculado una buena dosis a parte de la población sin priorizar por edades, sexo o religión. Pero no es una dolencia nueva, es una enfermedad endémica de la sociedad y, me atrevería a decir, más virulenta en la sociedad del bienestar, del consumo exacerbado y de la hipercomunicación. 

Siempre he pensado que los cristianos somos unos privilegiados de la vida, pues nos sabemos habitados por El Amor Infinito que nunca nos abandona, pero también, distraídos, esta maravillosa certeza muchas veces se nos olvida. 

¿Qué pasa en nuestras comunidades?, ¿esta soledad se cuela entre nosotros, en nuestras rutinas?, ¿qué hacemos con ella?  

El Instituto Humanitate os invita a asistir a un taller gratuito en el cual abordaremos la soledad y cómo aprender a combatirla o gestionarla desde una visión llena de esperanza y encuentro. Os esperamos los próximos 12 y 19 de mayo. Más información e inscripciones AQUÍ.

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