En biología, un virus (del griego ἰός “toxina” o “veneno”) es un agente infeccioso microscópico acelular que se diseminan de muchas maneras diferentes. Cada tipo de virus tiene una forma de transmitirse.
Hay muchos virus, pero no todos tienen que ver con los conocidos, incluso con los más actuales, sino que algunos brotan en lo profundo de nuestros corazones, se arraigan en ellos y se expanden por nuestra “avanzada” sociedad occidental. Uno de estos grandes virus, que acompaña al Covid-19 que estamos sufriendo, es el de la indiferencia al dolor y la vida de sus mayores. Una sociedad infectada por el ego de sus avances económicos, que se jacta de estar por encima de otras en diversos indicadores de salud (“tenemos la mejor sanidad pública del mundo”, nos congratulamos), que celebra tener una de las mayores esperanzas de vida de nuestro Universo (detrás de Japón), que se cree inmunizada ante cualquier mal o ataque (“el coronavirus tendrá un impacto poco significativo en España”, se decía por muchos a principios de marzo), sociedad presumida, arrogante, autosuficiente, pero que es insensible a las carencias de la generación que con su trabajo cimentó el progreso que hoy experimentamos.
Una generación de personas mayores cuyos pasos cansados van en dirección contraria a la productividad que se espera para llenar los bolsillos y las bocas hambrientas de quienes no se sacian (saciamos) nunca. Una generación que invirtió sabiduría natural, esfuerzo, tiempo y talento durante muchos años para que ahora solo reciba silencio, abandono y olvido. Una generación a la que pocos quieren mirar porque nos recuerda que nuestro país está demasiado lejos de transformarse en la sociedad inclusiva, respetuosa y justa que tanto propagandeamos para otros colectivos. Una generación que, simplemente con mirarlos, nos recuerdan los niveles de egoísmo y materialismo que hemos incubado. Esta mirada nos hace toparnos con: ojos que añoran compañía que no se da, manos que necesitan de otra mano pero que no aparece, corazones que mendigan sentirse comprendidos, lágrimas que necesitan ser enjugadas, palabras que necesitan ser escuchadas…
Tanta indiferencia ante nuestros mayores ha llegado al extremo de dejarlos morir solos y abandonados, porque nuestro sistema, y nuestra “avanzada sociedad” y nuestro “sistema de salud” (el mejor del mundo) no puede, ni quiere, acogerlos ya. ¿A quién le importa ya el apologismo del genocidio de personas mayores al recomendar o defender que no se les atendiese preferentemente en esta crisis o que se asignara personal sanitario en residencias con la única intención de facilitar su fallecimiento por sedación?
Necesitamos que un virus entre en la sociedad y que elimine tanta indiferencia, tanto pasotismo, tanta negligencia, tanta demagogia, tanto aprovechamiento hacia nuestros mayores (son útiles mientras nos sirvan para algo, cuando ya no lo hagan mejor promover otras iniciativas…)
Nuestros mayores merecen mucho más que caridad, merecen vivir dignamente sus últimos años.
Queridos amigos de tantas Congregaciones, tantos sacerdotes, tantos laicos mayores, tantos Consagrados, tantas personas en general que habéis ido quemando etapas en vuestra vida y que estáis en un momento de la misma donde ya los años pesan, pero porque tienen valor, porque hay mucho acumulado en vuestras mochilas. Ante la dignidad de vuestras vidas, recibid nuestro cariño como Fundación que valora vuestro ejemplo. Si estáis aquí, si Dios os quiere aún en este mundo, con vuestros achaques y dependencias, quiero pediros, por favor, que no os sintáis un estorbo, pues toda vida, vuestra vida, es un punto de referencia y un faro por el que muchos queremos seguir guiándonos.