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«La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza», dice el Papa Francisco. También la medida de nuestra grandeza humana y cristiana vendrá determinada por la respuesta que vayamos dando con nuestra vida práctica a esta pregunta: ¿qué has hecho con tu hermano? «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Es tiempo para conmovernos y movernos, para encontrarnos con el hermano caído. Somos guardianes del bienestar de nuestros hermanos y hermanas, somos guardianes de sus derechos, de los que reconocen nuestra dignidad inalienable. Por ello, desde Cáritas se nos convoca permanentemente a todos a vivir la fraternidad comprometida: «Ojalá… que demos un salto hacia una forma nueva de vida y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos unos a otros, para que la humanidad renazca con todos los rostros, todas las manos y todas las voces, más allá de las fronteras que hemos creado» (Fratello Tutti, 35).
Sí, Dios nos ama para que nos amemos. El amor no es un tesoro que se guarda, sino una energía que se desarrolla y se difunde, un espíritu que se cultiva y se contagia. Es un amor ungido en la misericordia, el perdón, la empatía, la compasión, la ternura, la ayuda entrañable, el amor de las entrañas. Un amor de cercanía, de integración y comunión, superando distancias y diferencias, prejuicios y rivalidades. Un amor marcado por la generosidad, que no retiene, que abre siempre la mano, que comparte cuanto tiene, que se despoja y hace pobre. En definitiva, un amor de entrega, que da de sí mismo, de su tiempo y sus talentos, que se da a sí mismo hasta el fin.
Pero no hay amor si no se aprende a conjugar el verbo servir. No hay amor si no te pones a los pies de todos.  Cuando se ama no te consideras superior o por encima del otro, tratas a la persona con dignidad, valoración y respeto. No te importa como sea. Por eso quieres aprender, escuchar, dejar que pueda abrir sin reparos su corazón, que pueda contarte su historia vivida, sabiendo que ante esa persona no hay un juez, sino un hermano que le ama y le mira con compasión. «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo» (EG, 187).
Necesitamos manos como las de Cristo, dedicadas a servir, a curar, a bendecir y acariciar. No importa que nuestras manos no estén perfumadas, sino gastadas de tanto construir y servir; y heridas de tanto tocar las llagas humanas, todas sin excepción. Que vean nuestras manos gastadas, pero cálidas, entrañables, abiertas y generosas. Manos comprometidas que se alzan entre las que cargan con la pobreza y la injusticia para pedir y buscar la verdadera liberación, que forma parte del Evangelio y que anuncia la esperanza de un mundo nuevo.
Recordemos el encargo que nos dejó Jesús: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Jn 15,12). Somos llamados a construir fraternidad a todos los niveles. Tenemos la tarea de saber concretarlo en el hoy de cada día. Entender esto así da lugar a recordar que la alegría, la libertad y el servicio gratuito dan sentido a nuestra vida…
«Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad… Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos!… Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos. Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (Fratelli Tutti, 14). 

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